Dos velas para el diablo

"cuando los ángeles te dan la espalda, ¿en quién puedes confiar?"

Diez años antes

-"Veinte pasos hacia la derecha, gira a la izquierda y treinta pasos más. Sigue recto siete pasos y delante de ti la verás."
Iah-Hel estaba leyendo una y otra vez la rima que le había confiado un ángel antiguo para encontrar la ermita de Santa Helena, cerca del río Araguaia, en la selva del amazonas. Estaba seguro de que en esa ermita enontraria alguna manifestación de Dios: era un lugar aborigen y la influencia humana prácticamente no estaba presente. Él y su hija de seis años estaban llegando al punto donde empezaba la rima.
-Ahora intenta estar callada, Cat. Tengo que contar los pasos que hacemos para poder llegar a la ermita, ¿de acuerdo?
-Sí, papá. -dijo ella, ignorando que la había llamado "Cat" y no "Caterina", como a ella le gustaba.
No tuvo problemas en mantenerse callada porque estaba demasiado ocupada observando los inmensos e infinitos árboles de la selva, mirando el curso del río Araguaia y los distintos insectos y pájaros que se encontraban por allí. Con sólo seis años ya había visto centenares de paisajes diferentes e increíbles, pero este paisaje era especialmente bello.
Le dio la mano a su padre y juntos empezaron a andar aún más entre la naturaleza de aquel lugar. Contaron los dos a la vez en voz alta y al fin divisaron la ermita de Santa Helena delante de ellos. Se acercaron a ella con alegría y vieron toda la esencia natural y la magia que desprendía.
-¡Hemos llegado, Cat! -exclamó Iah-Hel.
-¡Quiero entrar! -dijo Cat, acercándose a la puerta de entrada.
Era una ermita pequeña, pero preciosa. Se volvieron a coger de la mano y subieron los cuatro escalones de la puerta de madera. Dentro habían dos bancos para rezar, uno en cada lado de la habitación. En la pared del final había un pequeño altar con una figura de Dios y tres cuadros con los arcángeles pintados. Iah-Hel se adelantó y se sentó en el banco de la izquierda. Juntó las manos y cerró los ojos, como siempre hacía cuando entraban en un lugar así.
Cat ya estaba acostumbrada a no hacer ruido, pero no quería quedarse quieta en ese lugar. Una vez observado todo el interior de la ermita, se desplazó imperceptiblemente hasta fuera y allí se sentó sobre una piedra esperando a su padre. Estaba cansada, pero quería seguir investigando. Oyó un ruido al otro lado de la ermita y se dirigió a él. Era el sonido de unas hojas moviéndose rápidamente detrás de un arbusto. Se acercó un poco más y de repente vio una luz que por un momento le cegó por completo.
-¡Ay! -dijo, molesta. Cuando pudo volver a ver con claridad, advirtió unas alas blancas que estaban desapareciendo. -Espera, por favor...
Lo dijo en un susurro, pensado que había visto algo que su padre había estado buscando todo ese tiempo.
Después de esas palabras, las alas se acercaron un poco a ella. Cat pronto pudo ver un rostro dibujado en la luz, un rostro brillante como un rayo de sol.
-Yo te bendigo, Caterina -dijo el rostro de luz. Era una voz dulce y tranquilizadora-. Estás destinada a grandes cosas, criatura. Aprovecha las situaciones que vivirás y sobretodo transmite amor a todos los seres.
De pronto se desvaneció, y Cat se sintió realmente feliz y agradecida. Era la primera vez que veía a un ángel sin cuerpo humano, al contrario de su padre. Decidió no contarle a nadie lo que había vivido; de alguna manera pensaba que era un secreto entre aquel ángel y ella.
Cat nunca sabría que aquel ángel era Gabriel, un arcángel que al cabo de diez años vería en unas circunstancias muy distintas.


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